Cultura

Despertar Poético

Despertar Poético

Juan de Tama vuelve a las andadas


Juan de Tama había sufrido por una mujer, mucho antes de casarse, mucho antes de pensar siquiera en mantener una relación seria, Juan de Tama ya había sufrido. Son de esos dolores que no se saben explicar, porque son dolores del alma, y Juan de Tama se sentía dolido, en su ser interno, no sabía cómo decirle a una persona que su dolor no dolía, solo era una necesidad intensa de mandar todo al carajo y de querer ir a llorar sus penas al cerro en soledad o a la cantina, en otro tipo de soledad rodeado de canciones y botellas. No era un dolor físico, era un dolor solamente, de esos que prefieres que te den unos golpes, para que al menos sepas donde curarte y veas como van desapareciendo.
Juan de Tama, estaba con Jacinto recordando los días de juventud, cuando cada uno por su lado quería meterse en el entramado del enamoramiento, los primeros roces con las mujeres les producían un mar de emociones, que no sabían cómo controlar. Juan de Tama recordaba a Beatriz, una mujercita sencilla y alegre, a la que solía verla de reojo cuando pasaba frente a sí, se imaginaba bailando el vals de su mano, volando con sus olanes al aire, con aquél vestido rosa satinado que realzaba su núbil belleza. Se la imaginó recorriendo los vericuetos de la Huizachera, tomados de la mano, escondiéndose de su hermano, de sus hermanos, para que no se mofaran de sus intentos de verse a solas.
Sólo intercambió unas palabras con ella, porque a pesar de urdir miles de planes, teniéndola de frente, las palabras no le salían, como si una soga rasposa y seca se atara a la lengua y una gran ola de agua le borrara las ideas y los recuerdos, y se los guardaba para cuando la soledad llegara. Allí sí, en la soledad urdía todos los planes posibles para encontrarse a solas con Beatriz. En la soledad tenía todos los discursos hechos, con citas y con detalles de amor.
Jacinto recordaba a Catalina, otra niña picara y coqueta, que gustaba mucho de usar vestidos azules. En esa población no estaba metida la cultura del consumo, así que nadie reparaba que una mujer vistiera de azul. A los hombres eso sí, les estaba vetado el rosa, o los fosforescentes, muy usados en las playeras juveniles. Jacinto, le decía a Juan: Catalina era el amor de mi vida, cuando creía que la vida era solo comer, dormir, ir a la escuela y ver a Catalina, una vez integrado a la fuerza laboral, las prioridades cambian, pero en aquellos días, ver a Catalina era una gran odisea, el cruzar el chiquero de los puercos, el ir a pedirle permiso a su mamá para salir a jugar, mediando su hermana desde luego, eran cosas que producían más adrenalina que subirse a jinetear becerros, eventos que disfrutaba Jacinto en su juventud.
Recuerda los días en que el papá de Juan de Tama tenía vacas y acompañaba a Juan al pastoreo solo por subírsele a los becerros, junto con otros chamacos de la edad, salían raspados, con moretones, ropas rasgadas, pero felices, porque los esperaba un baño de agua fresca en el río. Placeres que extrañaba Jacinto ¡Qué días aquellos! Suspiraba.
Catalina se fue del pueblo, Jacinto también, sólo quedaron los recuerdos que hoy compartían, Juan de Tama recordaba a Catalina, cuando jugaron junto a Beatriz y Jacinto a las escondidas, era un plan con maña, habían quedado los cuatro de acuerdo en el escondite, a propósito para que los demás chiquillos no los siguieran, y una vez en el escondite, sólo se dedicaron a verse de reojo, a enrojecer sus mejillas y a sonreír de la nada -fue una experiencia sobrecogedora- decía Juan de Tama, las niñas con sus falditas plisadas, sus cachetes blancos y rubicundos, sus frentes sudorosas y el candor en la sonrisa enamoraban a sus pequeños Romeos, que no atinaban a articular una conversación en forma, sólo se mofaban entre ellos del aspecto que tenían.
La conversación se perdió en los lugares comunes sobre Beatriz y Catalina, hasta que se cansaron de narrar los mismos detalles que se contaban cada que se reunían en la pequeña plaza del pueblo. Jacinto decidió contarle la historia de Elena, una niña que conocía ya estando en la secundaria, ya algo más creciditos los dos. Elena era hermana de uno de sus compañeros de juegos, entre ellos se tiraban puyas con sus hermanas y se decían cuñados, aunque ellas no supieran siquiera que eran objeto de conversación.
Elena era una mujer chaparrita, a pesar de sus escasos catorce años tenía el cuerpo de una mujer de más edad. Algo extraño había en la comida de ese pueblo que las niñas se convertían en mujeres muy rápido, a los trece o catorce años ya sus figuras eran bastante desarrolladas, cosa que no sucedía en estos días, cuando las niñas de trece o catorce parecían de diez.
Jacinto invitó a Elena a tomar un helado, con el paletero que, en aquél entonces era el papá del paletero actual, tenía un pequeño local en el centro del pueblo, allí se reunían los jóvenes a platicar sus aventuras y a demostrar sus avances a las mujeres de su edad. La buya y alboroto era lo que alegraba el mortecino ambiente del pueblo, del que sólo se hablaba para denostarlo, pues los pueblos también tienen su reputación y el pueblo de Jacinto era uno de ellos, había personas que parecía estaban enraizadas en la plaza del pueblo, te levantabas y ya estaba allí, te ibas a dormir y allí seguían, parecía que sus nalgas tenían pacto con el concreto de las banquetas. Esos personajes eran los consultados para saber si alguien pasaba por allí, si alguien salía fuera del pueblo o si alguna mujer estaba poniendo en venta su reputación.
Ellos llamaban huevones a los huevones, sólo porque no salían de casa a trabajar, como si estar viendo pasar al tiempo y a las personas fuese trabajo, Jacinto decía que sí, intentó quedarse más de dos horas sentado en la plaza y no pudo, un dolor intensó le recorrió la espada y se asentó en sus nalgas que lo hizo incapacitarse por unas seis horas, así que decidió no volver a hacerlo. Jacinto fue con sus amigos a presumir que iría a las nieves con Elena, y sus amigos, entre los que se encontraban algunas amigas comunes, empezaron a burlarse de Jacinto, hiriéndolo en el orgullo, señalándolo que quería ser el novio de Elena. Eso le picó el orgullo y su ego pudo más que su prudencia, dijo: Elena será solo mi pasatiempo, tengo mejores opciones, van a ver – eso llegó a oídos de Elena que con justa razón lo abordó, para decirle que tenía razón, que sus otras opciones eran mejor que ella, así que ella se retiraba.
Jacinto esperaba pelea y decirle a Elena que lo que dijo era para callar a los maliciosos, pero su madurez y cordura lo dejaron helado, sin palabras y se retiró a rumiar su derrota, bien ganada, Jacinto decía cada que podía -Esa mujer me dio las mejores bofetadas de mi vida, me enseñó a callarme el hocico y a moderar mi lenguaje, pues todos tomamos rumbos diferentes, solo estábamos aprendiendo a conocernos y al final, perdí no a Elena, perdí una amistad que podría haber sido de las mejores, almas puras y justas no es fácil encontrarlas, marrulleros en todos lados.
Cuando Jacinto le pidió a Juan que le contará la peor situación que le hubiese sucedido en su vida amorosa, esperaba que la hubiese superado, ya estaban viejos, ya las historias de amor eran solo en las novelas, el amor se había transformado en otra cosa, ya no tenían el encanto febril de la adolescencia. Con la cara volteada hacia la nada Jacinto se arrepintió de hacerle recordar a Juan las vivencias de Rosa, el primer amor, el primer roce, el primer beso, el primer lance de Juan adentrándose en los vericuetos de las sensaciones, y también la primera traición.
Juan, con el rostro en sombras le dijo a- ¿Sabes Jacinto? No puedo dejar de pensar en qué sería de mi vida si ese primer amor hubiese sido el último, cierto es que el amor por esa mujer era extremo, la quería de una manera extraña, la buscaba, la deseaba, la consentía, me permitía decir y hacer cosas que solo un loco haría, le di la libertad que ella quería, y no la apreció, sintió que le faltaba freno, que le faltaba supervisión, que le faltaba celo, que le faltaba jinete decía, y yo metido en mis cosas no supe entender las señales, quizá sí le faltaba todo eso, pero eso no era lo que buscaba en una mujer, buscaba una mujer que confiara en el futuro, no una mujer que deseara acabarse la vida en un solo día; decía -la vida se hizo para vivirla, solo los cobardes no lo entienden- lástima, decía Juan quejica, fui un cobarde, pude haberla salvado de sufrir, pude haberla salvado de mí, de mi imagen de personaje que no le importa la vida de los demás, preocupado solo por sus problemas.
En ese tiempo era joven, y tenía la vida por delante y la estaba diseñando a mi gusto, no me la quería acabar, cierto es que los cobardes vivimos, los valientes están en el panteón. Mi amigo fue un valiente y pagó caro, no ha cesado de sufrir, Rosa se fue con él, dejándome sumido en la depresión. Cobarde de mí que no supe retenerla, creí que su amor por mí la haría recapacitar, pero se fue con él. Tuvo un hijo con él y no era de él, se lo advertí, pero lo hice desde las vísceras, tanta fuerza logré con el rencor que le hice realidad mi vaticinio, le dije -Esa mujer te va a hacer lo mismo que a mí – él, molesto me dijo que no, que a él no le haría eso, y no me mintió, no lo engañó con uno de sus amigos nada más, se embarazó de uno de ellos, mi amigo sufrió, y se lamentó, ya no sé si el dolor que sentía era mío o de él, o de ella.
Al fin el tiempo nos acomodó, Jacinto supo que lo malo ya había pasado, ahora hablaría Juan del presente, parecía una letanía cada que se ponían a recordar amores del pasado, siempre había uno que ensombrecía el rostro por uno que lo alumbraba, así era la vida de esos dos viejos, que ya solo vivían de los recuerdos, y las emociones solo se le daban cuando recordaban el pasado, el presente era solo dejar al mundo rodar sin oponerse, así lograban entender su felicidad.

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