El Misterio de Dios, Uno y Trino 

P. Agustín Celis 

La existencia histórica de Jesucristo, de modo particular, como hemos visto en los últimos meses, el tiempo de su Pasión, Muerte y Resurrección, ha sido vivida por Él mismo en un constante diálogo de Amor con el Padre. Su misión, podríamos decir, ha sido el introducir a sus amigos, los discípulos de todos los tiempos, al conocimiento de Aquel que lo había enviado, a través de la constante acción del Consolador.

Si no partimos de este hecho tan evidente en las Sagradas Escrituras, como muchos ignoran, no se puede comprender que la Santísima Trinidad, antes de ser Dogma de fe, es ciertamente un misterio en el cual debemos ser introducidos.

De hecho, ¿Cómo se puede conocer lo que es imposible de definir? Esto lo experimentó también san Agustín que, sumergido en las profundidades de sus propias meditaciones, en las costas del mar Tirreno, se encontró con un niño en el fuerte tentativo de echar toda el agua del mar Mediterráneo en un pequeño agujero cavado en la arena. Ante el desconcierto del gran santo, el niño dijo con una sonrisa: «Y tú, ¿Cómo crees poder comprender que Dios es infinito, con tu mente que es tan limitada?».

Pero esta, que podría parecer una derrota de la inteligencia humana, es en realidad el inicio de un nuevo tipo de conocimiento que, como la flor más hermosa, puede crecer en la base sólida que es la razón humana, exaltándola y llevándola a su cumplimiento: ¡Se trata de la fe!

De hecho, para poder conocer el océano infinito, lo mejor es dejarse empujar en la sólida barca de Pedro, que es la Iglesia, por la acción del Espíritu Santo que, como un viento impetuoso, conoce la ruta a seguir.

La Santísima Trinidad no se puede comprender, pero se le puede ver en acción y, sobre todo, se puede vivir en Ella desde que Jesús nos abrió la puerta del Reino de los cielos. Por ello es necesario entrar «en esa nube» a través de la cual Dios se revela al hombre, convirtiéndolo en su herencia (Cf. Ex 34,5.9).

Es la incorporación a Cristo que hace posible en nosotros la acción del Espíritu: nosotros no sabríamos qué decir, si no hubiéramos recibido en nuestros «corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: ¡Abba!, es decir, ¡Padre!» (Cf. Antífona de la Comunión).

La verdad de Dios la comprendemos este domingo. Pero no se trata de una abstracción filosófica a poseer, sino de una realidad de Amor infinito en la que podemos sumergirnos y que podemos experimentar, como hijos regenerados en el Hijo, constantemente dirigidos al Padre Celestial que quiere donarnos la «salvación» y la «vida eterna» (cf. Jn 3,16-17).

Por lo tanto, dejémonos transformar por el Pan eucarístico, que en breve recibiremos, en el «sacrifico perenne» agradable al Señor (Cf. Oración sobre las ofrendas), para que nuestra vida sea conforme a la de Cristo, y empiece a cultivar en nosotros, «sus propios sentimientos» (Cf. 2 Cor13,11).

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