​Despertar Poético 

Autor:​​​​​José Luis Valencia Castañeda

Hasta no verte señor mío

La mujer que corrió por el arroyuelo se paró a la orilla del barranco, el abismo se abría bajo sus pies. La caída de agua era enorme, su mirada se perdió en la nada, sus manos cayeron al desgaire sobre sus piernas. El viento subiendo por la caída del agua formaba unas ondas de niebla suaves y refrescantes. La mujer sintió el golpe de la niebla refrescante que le meció los cabellos, cerró los ojos disfrutando el frescor, mientras sus cabellos ondeaban alegres, despacito fueron asentándose en su delgada cabeza mientras se empapaban. Su vestido blanco empezó a pegarse al cuerpo, dibujando una figura delgada y firme.

Sin abrir los ojos la mujer sonrío, por su mente pasaron miles de figuras, miles de episodios en lapsos de tiempos reducidos. Recordó cuando fue a la escuela el primer día, con sus dos trenzas golpeando sus hombros mientras caminaba saltando. Recordó la fuerza con la que sostenía el cuaderno barato que le regaló su madre y el lápiz del número 2 con una punta roma que su padre desafiló con el cuchillo de la cocina, se vio y se lamentó que con el tiempo había cambiado la percepción del mundo.

¿Cuándo modificó sus pretensiones?, notó la alegría con la que se sentó abriendo su cuaderno con cuidado, el cuidado que no tuvo cuando corría hacia la escuela, no sintió presión social alguna por lo barato del cuaderno y la sencillez del lápiz, trabajó con ahínco, menos importó si le calificaban bien o no. No le importó que sus compañeros fueran despeinados, que ella misma llevara los pies sucios por el polvo del camino. Todo era felicidad. 

De sus ojos salieron lágrimas ansiosas, entendía que se había perdido en el camino. La tarde estaba cayendo, el sol había bajado su intensidad, permitiendo respirar a los habitantes de esa pequeña selva, los animales empezaron a salir de sus madrigueras, un par de venados nerviosos se asomaron entre la espesura debajo de la caída de agua. La mujer no los vio, ellos no la notaron, cada uno absorto en sus propias necesidades.

La mujer apretó los dedos de la mano, se le volvieron lívidos, su cara se transformó en una mueca de coraje, se vio sola y triste una vez que su padre los abandonó, quería golpear a ese hombre que no tuvo compasión con ellos y su madre, solo fue a la tienda por algo que no recuerda y desapareció, ¡Más valía que no haya muerto! Se decía, porqué si murió, allá lo encontraría y le arrancaría el alma.

Su llanto fue más intenso, ella no lo notaba, se confundía con el agua que le corría por la cara, solo sentía el calor que desprendían sus lágrimas y el salobre sabor que le llegaba a la boca. Sus puños aferrados a algo intangible estaban prestos a pelear contra la nada, pues nada había a su alrededor con quien desquitar su furia, solo el viento.

Las rocas donde estaba parada, el riachuelo que indiferente a sus emociones continuaba cantando las canciones que alegran a los batracios, los peces indiferentes a ella, luchaban por sobrevivir en sus propios espacios, luchando por no ser devorados, y ansiosos por devorar, en un ciclo eterno, de vida y muerte, nacer y morir. Su rostro cambió un instante, el cabello empezó a deslizarse bajó la cara, cubriéndosela, dándole un aspecto fantasmagórico, irreal, sus pechos fueron velados con el cabello, como si existiese el pudor donde no hay ojos que lo provocaran, era solo ella y la animalidad del ambiente.

La enrome Parota que estaba peleando el espacio con el Sauce, lanzaban sus sombras hacia ella, tapándola, intentando ocultar aquello que no era equilibrio en el entorno. La mujer solo acusó un pequeño escalofrío cuando la temperatura cambió, su cuerpo enjuto, se sostenía de puntas por instantes. El gran vacío empezó a tomar forma, eran las fauces de un poderoso mastín con el cual soñaba por las noches cuando la fiebre arreciaba, cuando las gripes descuidadas por la ignorancia se complicaban y remitían en calores intensos, era un enorme animal, gris, con las fauces llenas de espuma, que la perseguía hasta tragarla.

Recordó intensamente una de aquellas noches de lucha aguda entre su ignorancia y la enfermedad del cuerpo, había cenado algo que su cuerpo rechazó, una inflamación enorme le descompuso el estómago, el dolor le causó un rictus de dolor que aún dolía, la mujer recompuso el gesto, parecía que el dolor había regresado. Después del dolor vino la fiebre y con ella las imágenes de aquel vacío en colores chillantes, muy parecido al que tenía enfrente, oscuro, siniestro y de colores.

Grandes picos laceraban sus pies ahora, como laceraban su espalda antaño, sentía placer culposo el caer en esa sima oscura, ya nada importaba, solo quería entender que había más allá de ese abismo, pero no tenía fondo, volaba en círculos concéntricos, en sentido horario, se veía con su vestido blanco extendido sobre sus manos a manera de alas, como si fuese un vampiro merodeando a su presa, al cual el dolor de saberse cercano a la luz del día lo atormentaba, y sin embargo sentía una enorme necesidad de seguir volando, sin destino manifiesto.

Hasta no verte señor mío, decía la mujer, que buscaba afanosamente entre las multitudes al salvador, al hombre fuerte, inteligente y con dones de sanación, que le ayudaría a quitarle ese tormento físico. Aunque parecía tranquila, como si ese hábito de vuelo fuese normal o común, y quizá si lo era para ella en otras dimensiones, en la que vivía hoy, la que la tenía postrada en sus pensamientos no lo era, por fuera tiritaba, por dentro la sensación de libertad en el dolor la atemperaba.

Era algo extraño, esa quietud, de verse planeado, cual ave de rapiña disfrutando el viaje siguiendo la corriente del aire la animaba a recordar los días felices, como su viejo y querido cuaderno, donde aprendió las primeras letras, cuando recordó por primera vez el sabor del mango, cuando llegó la vieja de los tamales a la esquina que le decíamos el poste, por ser el único poste de energía eléctrica en varios kilómetros a la redonda que tenía una lámpara.

La señora llegaba los sábados por la tarde, se sentaba en una caliente piedra, sacaba un pedazo de tela y exponía su mercancía, en ella depositaba chayotes cocidos en agua y unos tamales de maíz muy molido con zarzamoras, y así le decíamos ¡Tamales de zarza! Sonrío para sí. La señora estaba estirando la mano, para entregarle un tamal. Ese día se lo regaló, sintió empatía por la pequeña niña, escuálida y hambrienta que deseaba todo, hasta lo que no conocía.

Cuando vio el rostro henchido de felicidad al comer, la señora se dio por satisfecha, había ganado una clienta, como si hubiese regalado la primera dosis de droga, así veían ambas a los tamales, y sí que lo eran. La niña creció comprando tamales todos los domingos de su vida, hasta que la señora murió por una bala perdida de algún loco. 

Recordó aquella escena, fue un sábado por la noche, la señora llegó como de costumbre, colocó su tela y empezó a sacar sus productos del gran canasto que cargaba en los hombros, estaba cansada del viaje desde la sierra en las tierras altas y frías hasta este valle caluroso. Ese día se sentía desesperada, ansiosa, el dinero apenas le alcanzaba para vivir, a pesar de disfrutar su trabajo, pues aportaba conocimiento al compartir algo de las tierras frías que disfrutaban los habitantes de ese pueblo, veía con emoción como se comían las ciruelas amarillas o los tejocotes, y sus famosos tamales de zarza.

Pero ese día en especial, había salido de su pueblo con una angustia, su marido había regresado después de andar perdido en el alcohol por varios meses, llegó exigiendo ser atendido como el hombre de la casa -esos meses perdidos no supo si tenía una-. La mujer, ya acostumbrada a valerse por si misma, decidió no hacerlo. El hombre se molestó y la amenazó de muerte, ella deseo no haberlo conocido, pero no le deseo la muerte a él, a pesar de su violento actuar.

Se sintió como un mueble al que de repente se acuerdan que tenían y sin quitarle el polvo lo llenan de triques, se sintió usada y abusada, solo atinó a decir -allí hay frijoles en la olla, si quieres, las tortillas se quedan en el tazcal, me voy a la tierra caliente a vender todo lo que preparé-, él intentó detenerla, pero estaba débil y descompuesto por tanto alcohol.

Durante el camino, la señora se sintió vieja, cansada y sin deseos de vivir, solo atinó a decir que su mala suerte la mantenía así, y decidió también no haber nacido. Cuando la bala perdida le llegó a la cabeza, solo la acostó de lado, como si durmiera.

Allí la mujer que estaba frente al precipicio volvió a llorar, las fauces del enorme perro gris volvieron a presentarse, las vio y no sintió temor, de ellas salían los brazos amables de su madre, se dejó caer, mientras veía a su padre y decía para él sin rencor, ni alegría, hasta no verte señor mío, quizá me hiciste falta, quizá no, al final mi vida ha sido como la he querido, hoy no la quiero, y la dejo solo porque sí.

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