Invenciones del alma II
Invenciones del alma II.
Sobre la voz del artista
La madrugada de un ayer desconcertante me informó que mi tiempo está contado. Dormía agitado por los pesares abstractos que abundan en mi mente cuando el teléfono comenzó a sonar. Ya no más. Comentó el hombre al otro lado de la línea. Nunca más.
La abundancia se relacionó en mi familia como sinónimo de riqueza, virtud y éxito. En mi abunda la inhóspita presencia de lo extraño, lo indeseable e inquietante que me roba las horas de calma, las oscuras horas de ensoñación.
Antes de que madure mi carne perteneceré a la tierra, y yo creo que hace unos años la madre tierra me llama, con la imperante demanda de aquel que nunca debió dejar su regazo, un regazo húmedo y agusanado. Mi corazón agoniza desde que tengo memoria, igual que el de todos. Pero el mío, ennegrecido por tristezas, anuncia que le quedan pocos suspiros por dar, poca esperanza por brindar, poca vida por vivir. Quizá la constante presencia de incertidumbre y temores me robó el fulgor.
Asesiné a un hombre, aquel que se posa en el reflejo, ese que me sonríe cuando lloro a cantaros en la profunda inquietud de mi alma.
Mi corazón golpea más fuerte últimamente, madruga cada mañana para anunciarme que mi día debe comenzar con una advertencia, la del tiempo y su fugaz permanencia.
A los seis años consolidaba mis tardes con horas de piano, un cigarro que robaba de las gabardinas de mi padre cuando gastaba su breve existencia observando al horizonte, aquel donde mi madre partió y jamás miró de regreso acá. Ambos lloramos, pero nuestras lagrimas eran físicamente diferentes. De él brotaban inconsolables pesares, mientras que yo decidí crear melodías con la compañía del humo, el arrullo de la lluvia y la acogedora noche.
En mis adentros, aquellos que rozan su limite con la esperanza y la falacia más confortante, me concebí como un grande pianista, igualándome con Chopin o Debussy, mis heraldos de la calma. Cada noche, en medio del lúgubre callejón que conduce a la residencia, caminaban sigilosamente, flotaban en medio de la niebla con un solo objetivo: enriquecer mis tardes de pianista, el prolífico, el eternamente fugaz. Indagaba en las notas más lejanas, las que se oponen con la distancia y creaba lo que durante mi infancia consideré soberbio y novedoso. Mi mente galopaba cuando imaginaba la orquesta acompañándome durante toda la noche. El director me miraba de vez en cuando, orgulloso por mi talento. Era un hombre, o una mujer, quizá fue ambos. Lo cierto es que en cada miembro de la orquesta veía el rostro de mis padres, acompañándome en la música, en el fino consuelo de la realidad, esa en donde hoy agonizo.
En mi adolescencia la fantasía arrasó con la realidad. Por primera y única vez toqué para un público, uno selecto, lleno de conocidos y desconocidos. El teatro de Heroica presenció mis armoniosas creaciones, mis intimas concepciones. Las personas no existían, solo la esencia de su atenta presencia. Éramos el piano y yo, existiendo lejos de todo, pero insertando trozos de nuestra alma en los oídos de los lejanos, los observadores de la desolación, observadores de un regalo fugaz. Mi piel se estremeció con cada nota, cada emoción por continuar mi música. Sentí el palpitar de mi público, armoniosamente agresivo. Mi cuerpo se entregó a la noche. Los espasmos reflejaron el frenesí de mi ser. Aquella dulce adrenalina fue la última que mi cuerpo aguantó.
Con el paso de los días mi corazón comenzó a doler más que cualquier duelo que haya experimentado. Sus golpes me levantaban cada noche, su sufrimiento asechó cada instante, privándome de mis amadas tardes de música. El cardiólogo recetó una total y desgarradora abstinencia al piano, a mi éxtasis vital.
Durante años me paré frente al piano. Lo acaricié como un precioso pecado, un arma a mi corazón. Las pinturas en mi estudio sobre los crímenes de la humanidad las sentí íntimamente semejantes a mí. Me vi en cada deseo, cada paso, cada recorrido con el fin de palpar eso que, paradójicamente, era un crimen contra mí.
Pero ¿Cómo alejar la deseosa necesidad de lastimarme si vivo por ese dolor desde que existo?
Las tardes pasaron, el tiempo arrasó todo excepto mi necedad por acariciar mi arma homicida.
Hoy la noche brilla sobre los cielos de Heroica.
El día de ayer caminé con mi pareja como hace mucho tiempo no lo hacía. Reímos durante horas, gozamos la compañía del otro. Antes de apartarme de ella esa noche la miré con fijeza. Sus deslumbrantes ojos oscuros me cautivan cada vez que me observan, pero ayer tenían un fulgor diferente. En total silencio, afuera de mi departamento aislado, nos conservamos para un eterno momento, momento que me llevaré por siempre. Acaricié su bello rostro y, conservando el silencio, ambos nos retiramos.
Hoy la noche es, entre tantos pesares, idónea para tocar una vez más.