Invenciones del alma lll

Invenciones del alma lll
Caja cerrada
El camino hacia la iglesia es difícil de muchas maneras. La parroquia de San Miguel se ubica en el punto más alto de la colina. La tierra mojada por las constantes lluvias del último año no mejora las condiciones del recorrido, pero los fieles se acercan siempre con un solo objetivo: purificarse.
El olor de humedad impera en el ambiente. El ruido de insectos, amantes del clima, armoniza las firmes y largas zancadas que deben dar los caminantes.
La lluvia comenzó tarde el día de hoy. La mayoría de los creyentes olvidaron sus paraguas o abrigos. A pesar de ser una zona humilde, las personas usan excelentes prendas, sobre todo cuando su encuentro con el señor se aproxima.
Los oyentes de la misa caminaron rápido, pero detrás de ellos había un hombre alto y delgado, un poco más de un metro con ochenta centímetros.
Las nubes sobre la localidad dotaron de extrañeza a la imagen de la tarde, ahora noche.
Para algunos es la mejor misa de todo el día, pues el sermón del padre es directo y contundente, sin necesidad de escuchar los anuncios parroquiales que abundan por las mañanas.
Finalmente, el hombre solitario llegó a la puerta principal de la iglesia, retiró la gorra de su cabeza y tomó asiento al final del pasillo.
La misa comenzó y los pensamientos de aquel hombre no le permitieron escuchar las palabras del párroco, dotadas de madurez y autosuperación.
Al concluir la celebración aquel hombre con aspecto cabizbajo se acercó a la figura de cristo crucificado más grande y llamativa de la iglesia. Acercó sus labios a sus pies y murmuró dolorosamente.
¿Por qué nunca se calla? Comentó el hombre en duelo. ¿Por qué no hay un momento de calma y consuelo? Mencionó con un tono más elevado. ¿Qué tanto he pecado para que me castigues así? Reprochó a la figura. ¿No te duele ver a tu hijo llorar o suplicar? Dijo antes de romper en llanto.
El párroco se acercó a él y consoló su intenso llanto.
A las afueras de la iglesia, más allá de los terrenos de la parroquia, en los confines de la existencia, está la culpa, la pesadez, la inexplicable sed de castigar a la mente del mismo hombre que no para de sufrir por sus pecados.
¿Deseas conversar? Preguntó el padre.
Deseo muchas cosas, padre. Y usted ni nadie puede brindármelo. Afirmó el hombre antes de secar sus lágrimas y retirarse del lugar.
Bajo las gotas de la noche, la abrumante humedad de la tormenta, caminó el hombre hacia su casa con ligeros dolores de pecho. Deseó durante un momento perecer mientras caminaba, descender lentamente hacia los suelos y, finalmente, descansar por un segundo, un eterno segundo.
Su rostro comenzó a cambiar. Su melancólico aspecto desapareció lentamente mientras una sonrisa se dibujó en su lugar. Sus vecinos estaban sentados en la esquina de la calle, viviendo en la despreocupada andanza de existir únicamente para el momento. Los mayores levantaron el rostro y le regalaron una sonrisa, las señoritas enseñaron una agradable risa y sus contemporáneos lo invitaron a sentarse junto a ellos y tomar una cerveza. El hombre, despojado de su triste aspecto, se acercó y saludó rápidamente a todos; dio la media vuelta y se retiró de nuevo a su camino de sombras.
Poco a poco desapareció entre la lluvia. Su caminar se hizo lento. Su rostro borró la falsa sonrisa y la latente preocupación. Fortuitamente para él, su cuerpo cayó con suavidad en la puerta de su casa.

Confesiones
Para el consuelo del alma imploro un último suspiro.
Ese que en el alba y la noche converjen.
Que en la muerte encuentre paz.
La vida del que permanezca olvide lo que fue y nunca regresará.
Que los puños apretados, esos que permanecen día y noche, relajen su furia.
Que las entrañas liberen su pesar.
Que el pensamiento cante melodías y nunca más solloce a gritos.
Que, entre todo lo acordado, lo vivido y prometido, las suaves caricias en mente y cuerpo, las sales de mar recorriendo el alma, o brotando desde ella, sea un abrazo a la existencia.
Porque existencia soy, existiendo concebí y caeré para la eternidad.

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