Opinión

«¿De quién me puedo hacer prójimo, aquí, ahora?» 

Pbro. Agustín Celis 

Inspirándonos en el libro de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI sobre Jesús de Nazaret. A la parábola del buen samaritano se dedican varias páginas del libro. La parábola no se comprende si no se tiene en cuenta la pregunta a la que, con aquella, Jesús intentaba responder: «¿Quién es mi prójimo?».  

A este interrogante de un doctor de la ley, Jesús responde narrando una parábola. En la música y en la literatura mundial, hay comienzos que se han hecho célebres. Cuatro notas, en determinada secuencia, y cualquier entendido exclama inmediatamente, por ejemplo: «Quinta sinfonía de Beethoven: ¡el destino llama a la puerta!». Muchas parábolas de Jesús comparten esta característica: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó…», y todos entienden inmediatamente: ¡la parábola del buen samaritano! 

En el ambiente judaico de aquel tiempo se discutía sobre quién debía ser considerado, para un israelita, el propio prójimo. Se llegaba en general a comprender, en la categoría de prójimo, a todos los compatriotas y a los prosélitos, esto es, a los gentiles que se habían adherido al judaísmo. Con la elección de los personajes (¡un samaritano que socorre a un judío!) Jesús viene a decir que la categoría de prójimo es universal, no particular. Tiene como horizonte el hombre, no el círculo familiar, étnico o religioso. ¡Prójimo es también el enemigo! Se sabe que de hecho los judíos «no tenían buenas relaciones con los samaritanos» (cfr. Jn 4, 9). 

La parábola enseña que el amor al prójimo debe ser no sólo universal, sino también concreto y activo. ¿Cómo se comporta el samaritano de la parábola? Si el samaritano se hubiera contentado con acercarse y decir a ese desdichado que yacía en su propia sangre: «¡Pobrecito! ¡Cuánto lo siento! ¿Qué ha pasado? ¡Ánimo!», o palabras así, y después se hubiera marchado, ¿no habría sido todo ello una ironía y un insulto? Hizo otra cosa: «Acercándosele, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. A día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: «Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva»». 

Pero lo verdaderamente nuevo, en la parábola del buen samaritano, no es que en ella Jesús exija un amor universal y concreto. La auténtica novedad, observa el Papa en su libro, está en otro punto. Después de narrar la parábola, Jesús pregunta al doctor de la ley que le había interrogado: «¿Quién de estos tres [el levita, el sacerdote, el samaritano] te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?». 

Jesús opera una inversión inesperada respecto al concepto tradicional de prójimo. Prójimo es el samaritano, no el herido, como nos habríamos esperado. Esto significa que no hay que esperar pasivamente a que el prójimo se cruce en nuestro camino, tal vez con luces de emergencia y alarmas. Nos toca a nosotros estar dispuestos a percibir quién es, a descubrirle. ¡Prójimo es aquello a lo que cada uno de nosotros está llamado a convertirse! El problema del doctor de la ley aparece derribado; de problema abstracto y académico, se hace problema concreto y operativo. La cuestión que hay que plantearse no es: «¿Quién es mi prójimo?», sino: «¿De quién me puedo hacer prójimo, ahora, aquí?».

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