Opinión

El esclavo (Despertar Poético)

El esclavo

Juan de Tama caminaba presto y presuroso, tenía que llegar a casa, donde su mujer lo esperaba como todos los días, desde su unión. Eran días de octubre, el calor estaba agobiante en esa región terracalentana, y Juan de Tama lo resentía, a cada paso le costaba trabajo dar el siguiente, se le veía sudando copiosamente, en su caminar saludaba a los conocidos, y los no conocidos, sólo les regalaba una genuflexión cortes. Con una bolsa en la mano golpeaba su pierna a cada paso, con la otra el dorso hacía su fas, limpiaba su frente perlada de sudor, cuando se acercó al parque. Juan se paró, miró a ambos lados de la calle, miró al horizonte y miró al parque.

No entendía la prisa de Matilde porque Juan llegara temprano a casa, no tenían ninguna urgencia, no tenían ninguna necesidad, salvo la de ella de tenerlo en casa, cortando de tajo la necesidad de Juan de salir, de caminar, de conversar con otras personas, era en cierta manera una forma de esclavización, cuando analizaba esto, Juan de Tama pensaba en su suerte: ¿Será ese tipo de vida para mí: ser un hombre de hogar, destinado a terminar su vida entre trabajo y casa,? ¿No era acaso Matilde la mujer que lo haría mejor persona? ¿Sería Juan de Tama un hombre destinado a vivir atado a una mujer que no había podido hacer mejor?, ¿O la mejoría de Matilde sólo era el tener un apellido, dado por un “marido”, para acallar voces viperinas?

 Ya le había pasado antes a Juan por la mente esas elucubraciones, muchas veces lo tomaban dormido, el día o la noche también le jugaban bromas funestas, cada uno por su lado lo sorprendían pensado, lo tomaban desprevenido, cuando meno lo esperaba. La oscuridad lo agarraba pensando en esas cuestiones, era indudable que la rutina lo había secado, había sufrido un cambio, pero no era el ideal. Quizá la lectura de novelas románticas haya desviado la idea del amor romántico, en las novelas no había elementos cotidianos, como el roncar, el sudar, el sopor de la monotonía, no había malos olores, ni malos humores, no había recelos por la falta de jabón en la regadera, no se peleaban por la ropa tirada, no peleaban por quién era el responsable de llevar los alimentos a la casa.

En las novelas todo estaba acomodado de manera ordenada para que la mujer fuese seducida y el hombre seductor, siempre limpios, siempre guapos, siempre bien vestidos. Allí los calzones no se remendaban, las enaguas no se ensuciaban en cada paseo al parque, quizá era mucha la filosofía que tenía retenida en el subconsciente, quizá su pensamiento, su mente, su cinismo a la hora de hablar de política y religión se estaban enquistando, y se estaban volviendo lugares comunes, frases melifluas, palabras fofas, lanzadas al vacío, solo para llenarlo, para no perecer de inanición de razonamiento.

 El Paletero, Sabino y Jacinto ya no lo invitaban a sus disertaciones dominicales, lo empezaron a juzgar, decían que era un mandilón empedernido; su mujer lo absorbía tanto que no le daba tiempo de pensar, mucho menos de desengranar algunas dudas existenciales, eso le calaba en el ego de macho reprimido; pero como tenían algo de razón, desistía de mentarles la madre o al menos repelar, defendiendo su hombría. Tenían razón, hacía tiempo que su mente no lanzaba puyas contra el clero, no anatemizaba a los grupos políticos, ya ni la delincuencia le merecía una mención como ente maligno, se había convertido en uno más del montón, un personaje especial, dentro de miles de especiales, Juan se había vuelto muchedumbre, ya los niños lo saludaban “buenas tardes señor Juan”, “buenos días señor Juan”, ya no era Juan el rojillo, ya pensaba como ellos, asistía a las fiestas de los vecinos, convivía con los amigos de la familia de Matilde como si siempre lo hubiese hecho, como si el disfraz de protestante fuese sólo una máscara destinada a conquistar a Matilde, y una vez consumado el acto, ella lo habría aceptado, tal y como era, como lo eran la mayoría del pueblo.

 Lejanos eran los días cuando lo tachaban de comunista, de rijoso, de antisistema, de anti clero, la mujer lo había corregido, era un personaje común, dentro de la comunidad, así su vida empezaba a cansarse, el irse por la mañana, regresar por la tarde, una cena el fin de semana, y platica fútil los domingos, más sobre el costo del jitomate que ya no sembraba, ya sobre las peripecias de algún mentecato o hazmerreir del pueblo, así pasaban los días grises de juan ahora, y el día de hoy no sería la excepción, llegaría, saludaría, preguntaría cualquier tontería y se quedarían callado a esperar la noche, para sentarse en el pórtico de la casa a ver pasar el tiempo y las personas, y en un alarde de temeridad, Juan de Tama pensó que hoy tendría que ser reconvenido por su mujer, pues al pasar por el parque, las dudas lo atosigaban tanto que no soportaría verse al espejo sin antes no reclamar ese deseo insano de su mujer de mantenerlo atado a sus faldas, él era libre, a sabiendas que esa libertad la usó para casarse con ella, sabía de las consecuencias, lo sabía, pero no lo había sopesado tanto como hoy, que no se sentía capaz de llegar a casa y seguir la rutina de besar a la mujer de manera automática, preguntar cómo le fue en el día, cuestionar si comió o no, intercambiar impresiones sobre el clima o si la marrana puso o no.

Nada había de emocionante saber lo que el otro pensaba, pues sus mentes claras, límpidas, no tenían nada que ocultarse, tampoco eran exploradores insaciables como para llenarse de aventuras, eran solo personajes solitarios que se encontraron en un momento de soledad, que se quisieron así, pero que no pusieron en papel el ¿Qué pasaría cuando la rutina los doblegase?, y tenían que quererse porque tenían principios, era un amor condicionado por su congruencia, lejos de las novelas. Esas eran simples historias para perder un tiempo preciosos si tenías a algún clásico a la mano, o para pasar el tiempo si no tenías nada más que leer y necesitabas ejercitar la vista y el cerebro.

 Juan de Tama, pasmado, con la plaza a sus pies, pensaba profundamente en su devenir, su vida se veía vacía, como su mente, sin ideas, sin nuevas metas. No se atrevía a modificar la rutina, su mujer empezaría a cuestionar, y Juan no tenía interés en las peleas con Matilde, lo sentía insulso e inútil. No pensaba que existiera un día de otro color, ni un día sin intentar siquiera tener una buena discusión que no sonara a pleito defendiendo cada uno su idea. 

Las ideas se les acabaron, se les enquistaron, las dejaron para otras personas, pero no se atrevían a soltarse para ir a tomarlas, Juan de Tama ralentizó el paso a la plaza, su mente una maraña de emociones, una maraña de ideas empezaba a embotarse, se sentía hervir la sangre, mientras la luz del sol se perdía en el horizonte, poniéndose, cayendo lentamente, sus enormes rayos dibujaban grandes sombras en los adoquines recién limpios, lavados por los fuertes aguaceros de la mañana, los rayos purpuras y violetas se perdían en la lejanía, fundiéndose en el azul profundo del cielo, que empezaba a presentar unos pequeños puntos brillantes. Con su mente ardiente y los ojos abiertos de par en par, como si despertara de un sueño largo, miró al frente y distinguió la iglesia, a la derecha vio la tienda de Chuche, ahíta de clientes a la espera del pan caliente, veía todo como si fuese la primera vez.

 A su lado, el andador lucía desierto, buscó de entre las bancas que dan al oriente una disponible para sentarse, las del poniente son frescas a esta hora, el sol no las castigaba con su hervor, estaban protegidas por grandes laureles, se sentó apesadumbrado, con la imagen de libertad dibujada en su rostro, estaba decidido a discutir con su mujer el día de hoy, hasta el punto de exigirle más libertad, se arriesgaba a perderla, y presentía que sería mejor a convertirse en dos extraños habitando en un mismo lugar, a su derecha, estaba una pareja de jóvenes, de escasos catorce años, los veía juguetear con sus manos, nerviosos y ansiosos, se miraban a los ojos con gran asiduidad, sin atreverse a más, la sangre les hervía se notaba en sus cambios repentinos de tono en sus rostros, de pronto sudorosos, de pronto sonrojados, de pronto sonrientes, tenían prisa por tocarse, sus piernas ansiosas no se quedaban quietas, se provocaban roces continuos, volteaban a todos lados antes de darse pequeños besos pudorosos, sabedores de que en algún momento de sus vidas, esos besos les costarían la libertad, y serían esclavos de las pasiones, serían esclavos de las dudas.

 Tal y como ahora se sentía Juan de Tama, que no dudaba de la familia, no dudaba de las relaciones, dudaba de la pérdida de su libertad, sabía que en un determinado momento la pareja también forma parte de esa libertad, si te alisa las alas antes que cortártelas, sabedora de que se retornará al nido, feliz o herido, tarde o temprano regresaría al nido que le diese seguridad y confianza, quería lo que sentía perdido; la libertad de pensar por sí mismo, perdida según Juan de Tama por querer pensar por los dos, por querer ser la comunión perfecta del tres, de la trinidad, de la mujer, del hombre y de la pareja, ¿Y dónde quedaba la individualidad? ¿Se perdía para siempre? ¿O se podía tener viviendo en pareja? Juan de Tama se respondía: Definitivamente se perdía la libertad, ya no eras uno, y te resistías y querías regresar el tiempo, más tu palabra dada te sentaba nuevamente dándote un golpe de realidad, y las sentencias firmadas eran enormes lastres que curvaban tus hombros, tu mujer, quizá tenía los mismos miedos, quizá tenía las mismas debilidades y se estaría preguntando si estaba haciendo lo correcto, más no se atrevía a decirlo por temor a un pleito innecesario.

 Lo que sabía Juan de Tama, era que al menos los padres de ella estaban convencidos de que era lo correcto, y lo festejaban cada que podían, hacían cosas impensables sólo por ver a su hija feliz, y creían haberlo logrado, la veían feliz, salvo que fingiera. Sólo Juan de Tama el eterno libertario, amante de las letras y enemigo de los dogmas de fe no se convencía del todo. Su edad madura, la puya de sus amigos, la necesidad de compañía, el aroma dulce de Matilde, la tranquilidad de sus palabras lo habían convencido, pero la rutina había matado toda emoción. No sólo estaba atrapado por sí mismo, por sus decisiones, estaba atrapado por sus pasiones. Ahora era esclavo de un sistema que lo mantenía esclavo, un sistema al que estaba acostumbrado a golpear, sistema al que había prometido combatir aun a costa de su vida, el sistema que te dictaba las leyes, los cánones, las normas que tenías que seguir para poder pertenecer a él en algún grupo, y como ser social el hombre busca pertenecer a algo, ya sea un grupo religioso, político, artístico o da afición. Grupos que Juan de Tama detestaba y combatía, eran la encarnación del infierno, te absorbían, y comían tus energías, con sus deudas, con su oropel, entrabas al círculo y su argot te consumía.

 Juan de Tama peleaba fuerte, luchando por no entrar, era en sí una contradicción, pues  pertenecía él mismo a un grupo social de ese pueblo, él y su mujer estaban en el ajo, y Juan de Tama antes de Matilde ya pertenecía al pequeño grupo de viejos amargados quejicas que criticaban el status quo de la pequeña muestra social de ese pequeño poblado, aun así pequeño o no el pueblo, Juan de Tama criticaba las costumbres que consideraba atávicas y conservadoras, atacaba las modas que los volvían presa de las deudas, atacaba a los dogmas que les robaban la razón, señalaba a todo aquello que los mantenía esclavizados a un sistema que era manejado por manos misteriosas desde alguna parte desconocida del mundo, en un techo que no cielo imaginario, donde hombre desalmados decidían lo que deberías comer sin darte opción a elegir, salvo que eligieras sus productos, y te lo vendían como elección, y tenían razón, elegir no comer veneno enlatado o procesado como elegir hacerlo era una elección.

 Ellos te llenaban la mente de imágenes de lo que deberías beber a partir de hoy, ellos decidían lo que deberías vestir, como deberías hablar, como deberías de comportare con tal de que no te salieras de determinados límites. Esos hombres para dominar al común inventaron la religión, aunque fuese una diferente para cada región del planeta, jugaron con el subconsciente para en cada región del mundo se sintieran únicos “los elegios”, para que cada grupo se sintiera parte de algo enorme y único, de algo que no serían capaces de medir, pero que era superior por sí solo a la religión del vecino, la religión del vecino sería inferior a la suya, por lo tanto debería ser combatida, y ese combate se debería de dar con armas que serían proporcionadas por las mismas manos misteriosas que manejaban el sistema, que a su vez curarían las heridas con medicamentos que serían proporcionados por la manos misteriosas, y toda es muchedumbre llamada pueblo debería ser alimentado.

 Y que mejor que sea alimentado por una mano misteriosa que ha patentado cientos de comidas empaquetadas que te promueven como saludable y sana, que te harán enfermar, para que esas comidas que no son sanas, y te dirán que cierto medicamento que vende misteriosamente una compañía a la que pertenece la misma compañía que te vendió el alimento y que te va a curar el daño que te causó el alimento, pero que no será del todo cierto, pues el medicamento no te curará, te mantendrá constantemente enfermo, para que puedas seguir comprando alimentos y medicamentos que te proporcionará esa misma mano misteriosa, y te sentirás agradecido porque sigues vivo gracias a ellos, y si se te acaba el dinero intentando curarte, existen grupos afines o satélites del mismo gran grupo que te proporciona el dinero que necesitas, a cambio de tu alma, de tu vida, y el dinero usado para adoctrinarte cumplirá el ciclo del que no podrás salir, serás esclavo toda tu vida.

 Juan de Tama gritaba cada que podía antes de casarse que el sistema era un sistema fallido, pues con él había fallado, se jactaba de poder salirse de el en cualquier momento, nada había tan fuerte como caer en el juego de los grandes capitales, detestaba la comida de diseño, detestaba los ideales comunales, como la política o la religión, los consideraba creadores de muchedumbres mansas, de grandes manadas de mentes pasivas y manipulables, que con tal de vivir en el engaño, siempre y cuando fuese general, serían felices, consideraban que si todos estaban equivocados, no era equivocación, su máxima era “si lo hacen todos; lo hago yo”, así los veía siguiendo al candidato en turno, o al predicador en turno, buscando algo de afabilidad, algo de conseja, algo que los mantuviera unidos, o simplemente algo que los sacara de la mortal rutina a la que se sometían mientras no eran observados, pues si los observabas, podrías ver caras felices, cosa que no veías en sus hijos, que no sabían mentir, reflejaban la mendacidad de sus padres, después crecían y aprendían a camuflar sus sentimientos, volviéndose grises como todos en el pueblo, quizá por eso se juntaba con los viejos, ellos no tenían tapujos, eran almas libres, podían despotricar contra todos y contra todo sin que los afectaran las críticas, decían: – La gente no sabe.

Juan de Tama, llegó noche a casa, esperaba una reacción negativa de su mujer, cuando entró en la casa, su mujer lo saludó, le dio un beso, Juan de Tama se quedó parada viendo alguna reacción y dijo:  – estuve en el parque todo este tiempo – Matilde se limitó a servir algo de sopa en los platos y se sentó, esperando a que Juan de Tama hiciera lo propio.

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