María Eugenia. (En México nada es lo que parece)

María Eugenia

Una escueta luz se filtraba por las hendiduras de la casa que un día antes dejaron las balas que “el Chueco” detonó. La casa parecía coladera. La noche se había precipitado, empezó a caernos encima, las lámparas de petróleo se encendieron una a una dentro de la casa, confiriéndole un toque fantasmal a las habitaciones. Afuera, a lo lejos, el relinchido de los caballos se escuchaba en el eco de la quietud nocturna, adentro nos embargaba un sentimiento de miedo y tristeza. Más allá del río se adivinaban las carcajadas de un grupo de hombres. El viento arrastraba los sonidos, lo mismo que los recuerdos.

Nos apresuramos a esconder las cosas de valor, lo de anoche solo fue una advertencia, si no colaboramos con los cuatreros seguro nos fusilan en la plaza pública, la clemencia no es algo que los distinga de los demás hombres.

Un ejército de cien jinetes rodeó el pueblo, ni una ruta de escape nos dejó. Dispararon a todo cuanto tenía vida, los proyectiles destrozaron el alma de la gente.

Amanecía. Los gallos cantaban. Los charcos de sangre brillaban, el sol les daba un soplo de color azul acero. Gallinas, cerdos, hombres y mujeres yacían sin vida con los ojos perdidos en el olvido de la muerte. Las casas destruidas, sin vida en medio del llano yerto despertaban la tristeza.

El sol quemaba al contacto con la piel, me desperté casi llegando a Ario de Rosales, el trayecto me pareció muy corto, pero debe haber sido por el golpe que me dio el hijo del “Chueco”. La carreta austera y los caballos famélicos nos llevaban a rastras por las empedradas calles de Ario. Íbamos mi hermano Simón, Pedro y yo; María Eugenia. Las tripas se nos retorcían de hambre. Al mando de la carreta iba el “chuequito”, azotaba de cuando en cuando los desnutridos caballos para que avanzaran bajo el sol abrasador. Por la posición del sol, debían ser las once de la mañana, o un poco más, pero hacía días que no probábamos bocado, porque nuestros padres nos habían escondido en el tapanco de la casa de mamá Lucrecia. Nos echaron encima del maíz y sobre nosotros pusieron los costales vacíos. Los perros del “Chueco” nos hallaron casi inmediatamente y digo casi, porque sentí que cada hora que pasaba parecía un minuto.

Llegamos a Los negros, eran las cuatro de la tarde, el sol se opacaba poco a poco, iba siendo consumido por las montañas allá abajo. La luna, pronto nos dio la luz que necesitábamos.

Nos ataron a un árbol de níspero, le dieron varias vueltas a la soga para que no fuésemos a escapar. “El Chuequito” y su sequito de cuatreros se tiraron a dormir, no sin antes beber un litro de mezcal cada uno. Cayeron en los brazos de Morfeo y se entregaron a una profunda siesta, que continuó después de que llegaron los de la resistencia de Nuevo Urecho que los mandaron a dormir al otro mundo. Los dejaron con agujeros profundos de los que emanaba aquel líquido viscoso que los griegos poéticamente llamaban Icor. Los de la resistencia nos desataron y nos vendaron los ojos, llevándonos casi a rastras, al poco tiempo nos treparon a un caballo y así seguimos viajando toda la noche.

Llegamos a Nuevo Urecho, lo sentí por el aire cálido, por el vuelo de las aves y el petricor que la primera lluvia de verano dejaba sobre la tierra seca. Ese peculiar olor trajo consigo un recuerdo familiar: Estaba yo sentada en la puerta de la casa de mi madre, jugaba muñecas e inventaba historias fantásticas, donde yo era la heroína, mientras una lluvia pertinaz caía sobre los tejados.

Nos llevaron frente al jefe de la resistencia, nos explicó que ellos eran los buenos y los cuatreros del “Chueco” eran los malos.

Nos unimos a la guerrilla de resistencia, pero ¿Resistencia a qué? ¿A los impuestos elevados que habían decretado en las tiendas de raya? ¿Resistencia a la esclavitud?

 

Me llaman la Mari Geña, peleo por los derechos de los pobres, con mis dos trenzas, mi falda folclórica y una carabina terciada al hombro. He matado a un centenar de cuatreros, nomás le hago el favor a este mundo.

Era domingo, las campanas de la iglesia repicaban, era hora de ir a misa. Empezó el sermón habitual. A mi lado se sentó doña Macrina, la quiromántica del pueblo. Escuchamos la misa en silencio, sabiendo cada una que teníamos mucho que preguntarnos.

Salimos de la iglesia, Macrina me preguntó:

–  ¿Crees en la quiromancia?

– Pos si, en este mundo no se debe dudar de nada.

– Dame tu mano. Te diré tu porvenir. Aquí dice que vas a morir a los veintiséis. ¿Cuántos tienes?

– Hoy cumplo veintiséis.

Hubo silencio, me levanté de la piedra donde nos habíamos sentado a platicar. Una bala me atravesó el pecho. Después de todo el petricor no me había traído los recuerdos de mi infancia, sino el de la muerte que ya estaba próxima, como seguramente ha ocurrido por años. Ahora recuerdo, seguramente el “Chueco” mandó al “Gavilán” a que me ajusticiara, que al fin de cuentas mataron a su hijo por mi culpa.

 

Glosario:

Petricor: Es un nombre dado al olor que produce la lluvia al caer en los suelos secos dentro de la cultura anglosajona. ​ Se define como el distintivo aroma que acompaña a la primera lluvia tras un largo período de sequía.

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