Todos tenemos una misión


P. Agustín Celis

Hoy la palabra de Dios nos habla de la misión… ¿De dónde nace la misión? La respuesta es
sencilla: nace de una llamada que nos hace el Señor, y quien es llamado por Él lo es para ser
enviado ¿Cuál debe ser el estilo del enviado? ¿Cuáles son los puntos de referencia de la misión
cristiana? Las lecturas que hemos escuchado nos sugieren tres: la alegría de la consolación, la
cruz y la oración.

  1. El primer elemento: la alegría de la consolación. El profeta Isaías se dirige a un pueblo
    que ha atravesado el periodo oscuro del exilio, ha sufrido una prueba muy dura; pero
    ahora, para Jerusalén, ha llegado el tiempo de la consolación; la tristeza y el miedo
    deben dejar paso a la alegría: «Festejad… gozad… alegraos», dice el Profeta (66,10). Es
    una gran invitación a la alegría ¿Por qué? ¿Cuál es el motivo de esta invitación a la
    alegría? Porque el Señor hará derivar hacia la santa Ciudad y sus habitantes un
    «torrente» de consolación, un torrente de consolación –así llenos de consolación-, un
    torrente de ternura materna: «Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las
    acariciarán» (v. 12). Como la mamá pone al niño sobre sus rodillas y lo acaricia, así el
    Señor hará con nosotros y hace con nosotros. Éste es el torrente de ternura que nos da
    tanta consolación. «Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo»
    (v. 13). Todo cristiano, y sobre todo nosotros, estamos llamados a ser portadores de
    este mensaje de esperanza que da serenidad y alegría: la consolación de Dios, su
    ternura para con todos. Pero sólo podremos ser portadores si nosotros
    experimentamos antes la alegría de ser consolados por Él, de ser amados por Él. Esto
    es importante para que nuestra misión sea fecunda: sentir la consolación de Dios y
    transmitirla. A veces me he encontrado con personas consagradas que tienen miedo a
    la consolación de Dios, y… pobres, se atormentan, porque tienen miedo a esta ternura
    de Dios. Pero no tengan miedo. No tengan miedo, el Señor es el Señor de la
    consolación, el Señor de la ternura. El Señor es padre y Él dice que nos tratará como
    una mamá a su niño, con su ternura. No tengan miedo de la consolación del Señor. La
    invitación de Isaías ha de resonar en nuestro corazón: «Consolad, consolad a mi
    pueblo» (40,1), y esto convertirse en misión. Encontrar al Señor que nos consuela e ir a
    consolar al pueblo de Dios, ésta es la misión. La gente de hoy tiene necesidad
    ciertamente de palabras, pero sobre todo tiene necesidad de que demos testimonio
    de la misericordia, la ternura del Señor, que enardece el corazón, despierta la
    esperanza, atrae hacia el bien. ¡La alegría de llevar la consolación de Dios!
  2. El segundo punto de referencia de la misión es la cruz de Cristo. San Pablo, escribiendo
    a los Gálatas, dice: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor
    Jesucristo» (6,14). Y habla de las «marcas», es decir, de las llagas de Cristo Crucificado,
    como el cuño, la señal distintiva de su existencia de Apóstol del Evangelio. En su
    ministerio, Pablo ha experimentado el sufrimiento, la debilidad y la derrota, pero
    también la alegría y la consolación. He aquí el misterio pascual de Jesús: misterio de
    muerte y resurrección. Y precisamente haberse dejado conformar con la muerte de
    Jesús ha hecho a San Pablo participar en su resurrección, en su victoria. En la hora de
    la oscuridad, en la hora de la prueba está ya presente y activa el alba de la luz y de la
    salvación. ¡El misterio pascual es el corazón palpitante de la misión de la Iglesia! Y si
    permanecemos dentro de este misterio, estamos a salvo tanto de una visión mundana
    y triunfalista de la misión, como del desánimo que puede nacer ante las pruebas y los

fracasos. La fecundidad ≡ pastoral, la fecundidad del anuncio del Evangelio no procede
ni del éxito ni del fracaso según los criterios de valoración humana, sino de
conformarse con la lógica de la Cruz de Jesús, que es la lógica del salir de sí mismos y
darse, la lógica del amor. Es la Cruz –siempre la Cruz con Cristo, porque a veces nos
ofrecen la cruz sin Cristo: ésa no sirve–. Es la Cruz, siempre la Cruz con Cristo, la que
garantiza la fecundidad de nuestra misión. Y desde la Cruz, acto supremo de
misericordia y de amor, renacemos como «criatura nueva» (Ga 6,15).

  1. Finalmente, el tercer elemento: la oración. En el Evangelio hemos escuchado: «Rogad,
    pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies» (Lc 10,2). Los obreros para la
    mies no son elegidos mediante campañas publicitarias o llamadas al servicio de la
    generosidad, sino que son «elegidos» y «mandados» por Dios. Él es quien elige, Él es
    quien manda, Él es quien manda, Él es quien encomienda la misión. Por eso es
    importante la oración. La Iglesia, nos ha repetido Benedicto XVI, no es nuestra, sino de
    Dios; ¡y cuántas veces nosotros, los consagrados, pensamos que es nuestra! La
    convertimos… en lo que se nos ocurre. Pero no es nuestra, es de Dios. El campo a
    cultivar es suyo. Así pues, la misión es sobre todo gracia. La misión es gracia. Y si el
    apóstol es fruto de la oración, encontrará en ella la luz y la fuerza de su acción. En
    efecto, nuestra misión pierde su fecundidad, e incluso se apaga, en el mismo momento
    en que se interrumpe la conexión con la fuente, con el Señor.
    Todos somos llamados a la misión y debemos apoyarnos en la enseñanza de Jesús.

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