Opinión

El loco y su fe (Despertar Poético)

El loco y su fe

Ella lo veía llegar todas las tardes, después de la puesta de sol, justo cuando regresaba del trabajo, justo cuando el sol se iba metiendo, justo cuando salía a regar las flores del jardín. Lo miraba con temor, de reojo, mientras sus manos jugaban automáticamente con la manguera, mientras las gotas corrían por la película folicular de las hojas, y corrían en grandes gotas hacía el sedente suelo. Las hojas pasaban de una en una sobre las sedientas plantas, perlaban a las rosas, rociaba las buganvillas, humedecía los laureles, es un éxtasis de fertilidad fecunda.

Mientras regaba veía al hombre, solitario, hablando solo, o hablando con su perro, a eso temía, a ese desconocido lenguaje que no sabía de dónde salía y qué escondía para las personas normales… por esa conducta lo llamaban el loco del parque. Ella lo llamaba simplemente el loco del perro, y la locura se la atribuía a lo que hacía a diario, los mismos patrones repetidos desde hacía más de veinte años. El hacer lo mismo todos los días, desde que tenía memoria; desde que recuerda, por ello salía con temor a regar el jardín.

Sin embargo, nunca lo había escuchado hablar, gritar, blasfemar o emitir algún sonido, tanto que muchas veces regaba el jardín sin sentir temor, como si no hubiese nadie frente a ella, a pesar de que estaba consciente de que él la estaba viendo, y probablemente hablara de ella con el perro. Se había acostumbrado a un itinerario bastante monótono y predecible. El loco del perro sólo se limitaba a llegar, sentarse en la misma banca frente a su casa, sacar alguna comida de su raído chaleco beige, desgastado por el uso, pero limpio. Esa comida era compartida por su fiel compañero: el perro, indefectiblemente tallaba la cabeza del perro con cariño todos los días, el perro se dejaba hacer gustoso, mientras con la mirada señalaba a alguna parte de la casa, ora un ave, ora una nube, ora una nueva flor, ora a ella.

Mientras eso pasaba en el pequeño mundo del loco del perro, ella seguía regando sin dejar de vigilarlo, por si acaso, aunque nada pasaba. El loco se limitaba a estar allí sentado, muchas de las veces silente, serio, enrojecido cuando se le saludaba, con la timidez de un adolescente, mientras eso pasaba, su perro lo miraba con una ternura y compasión envidiable por los hombres, sus miradas de hombre y perro se dividían entre sí mismos y la casa de enfrente.

Ella se llamaba Lucía, sabemos que eso es irrelevante, pues podría ser Juana o María, pero ella se llamaba así. Habían pasado veintiún años, desde que lucía había llegado al pueblo, su madre la llevó consigo porque quería sacarla del rancho para que conociera otro mundo más amable. Salieron cuando la vida del rancho era feraz y requería poco esfuerzo para sacarle vida, salieron cuando el rancho era sólo un simple caserío. Al llegar al pueblo, buscaron una casa tranquila donde pudieran tener una extensión de su rancho, un pequeño huerto y un pequeño jardín. La casa que compraron con mucho esfuerzo era idónea para eso, con un gran patio trasero que sirvió de huerto y una distribución arquitectónica extraña que le permitía tener al frente y en la fachada el anhelado jardín, había pertenecido a una mujer triste y solitaria, que extrañamente había preferido irse al caserío a pasar sus últimos días.

Hoy hacía veintiún años habían llegado y viendo en lontananza, parecía que había sido ayer, el tiempo había transcurrido muy rápido. Lucía era un pequeño esqueleto informe cuando llegaron, a los pocos años era una linda jovenzuela con cuerpo de mujer, deseada por los chavales. Lucía pasó la edad de la adolescencia y de la juventud como si no le importara, y posiblemente no le importara, los galanes dejaron de interesarse en ella conforme veían sus intentos inútiles y el cuerpo de Lucía modificarse para convertirse en una solterona de buen ver, pero ya no despertaba los deseos sensuales de la juventud, su madre le decía que ya estaba vieja, que ya le sería imposible conseguir un marido, Lucía sólo gruñía y se iba a dormir antes de que la letanía fuese insoportable para la mente libre de Lucía.

Este día, veintiún años después, Lucía se sintió cansada, eso no le había sucedido. Su casa estaba cerca y no lograba convencer a sus pies de acercarla lo más rápido posible, el tiempo se le estaba alargando. Por fin, su casa allí estaba, alegre, florida, rezumando fertilidad y color. Ese día, entró tirando su chal y sombrero al desgaire, acababa de llegar de un trabajo que la había mantenido ocupada durante esos veintiún años, se miró al espejo y se vio triste, desgastada, la juventud se le estaba yendo de las manos, se vio alejada de sí misma, con la cara verde, los ojos apagados, y su pelo que empezaba a pintar canas. Se sintió vacía, recordó ahora con mayor nitidez que su madre le había rogado muchas veces que se casara, Lucía eludía las preguntas de su madre, hoy, después de veintiún años los escuchaba, su cara ajada las pedía, su mente antes quieta empezó a sentir temor a la soledad.

Como si su madre fuese adivina le gritó desde la cocina, quizá veía a lo lejos su cara de preocupación y sus jaloneos de piel colgante donde antes había firmeza.

  • Hija cásate, ya no estás en edad de estar sola.
  • ¡Jum! Sí má.
  • No importa que me ignores, debes hacerlo, yo moriré un día, porque así son las cosas de dios.
  • Tu nunca te morirás madre, no hables de cosas tristes -renegaba sin convicción, solo para parecer amable.
  • ¡No sé si eres tonta o sólo te haces, ya no somos unas jovenzuelas!, llegamos aquí hace veintiún años, tu tenías escasos doce, pude haberte casado con el panadero que me ofrecía una casa y diez vacas, hubiera sido buen negocio, ahora estarías casada y yo moriría tranquila.
  • No me recuerdes la edad madre, que ya me pesa. Aunque viéndolo bien, podrías haberte casado tú con el panadero, ahora serías rica y viuda.
  • ¡Cállate blasfema! Que dios lo tenga en su gloria. Los años no pasan en vano hija, ve, sal, aunque sea al parque, búscate un marido.
  • Pero madre en el parque sólo hay ancianos, niños y perros, deberías tú de buscarte uno, si tanto deseas que haya hombre en casa.
  • Pues, aunque sea un anciano, al menos tendrás un nombre, ¿Acaso no te has visto al espejo? Tu cuerpo empieza a cambiar y no necesariamente para mejor, es sólo un recordatorio de que somos pasajeros de esta vida, si allá afuera hay ancianos es porque no te has dado el tiempo de verlos a la cara antes, para ellos también ha pasado el tiempo, y pueden tener cosas buenas, debes mirar su interior, debes ver sus propias desgracias, como la desgracia que vivimos nosotros, el de estar solas, así los comprenderías, muchos de ellos están también solos, pero sólo porque no se atreven a dejar de estarlo, y eso te sucede a ti, yo ya tuve suficiente con tu padre y le guardo luto desde que murió cuando nos mudamos para acá, ¿Pero tú?

 

  • Ya madre, no seas dramática, saldré al parque a buscar lo que caiga, total a ti no te importa, con tal de que tenga marido, a lo mejor sólo quieres que tenga con quien platicar cuando sea vieja.

 

 

  • Anda ve, no me importaría quién fuese tu marido, con tal de que tengas con quien vivir tus últimos días, así sea el loco que está enfrente con su perro.

Mario era dueño de una pequeña factoría de dulces, ese trabajo lo mantenía ocupado durante la mañana, de ocho a cinco, era un hombre metódico, era un animal de costumbres, aunque esas costumbres fueran por él mismo creadas. Él abría personalmente el negocio y el personalmente lo cerraba a las cinco en punto de la tarde, así se daba tiempo de ir a pasear al cuirris, su perro. Hoy era jueves, y Mario como de costumbre llegó puntual a las cinco  más quince minutos a su casa, que era una covacha donde quedaban sólo los viejos muebles, una anciana que cuidaba de ellos y su padre que se entretenía jugando baraja y dominó con otros personajes igual de ocupados que él, Mario entraba, saludaba, se tomaba una cerveza con los viejos, tomaba la correa de cuirris, y salía, y como era costumbre, su padre le gritaba desde el pequeño patiecillo donde jugaban.

  • A ver que día regresas sin ese mugroso perro y te traes a una mujer.
  • ¡Un día se te cumplirá tu deseo viejo! Gritaba Mario saludando a los demás con un ademán de las manos, mientras tomaba su viejo sombrero.

Mario salía mascullando una blasfemia, antes no le ponía atención a su padre, el día de hoy, notó que sus zancadas le costaban más trabajo, las rodillas le tronaron cuando bajó la cortina del negocio, su frente se perló con el esfuerzo, eso no había pasado antes, se dio por vencido, por fin su padre lo había hecho bajar la guardia ¡Rayos! Mascullaba -Sabes Cuirris, ya somos unos ancianos – Guarf -respondía cuirris– Soy un viejo, ya tengo cuarenta, y efectivamente no tengo mujer, ¿Será que no estoy hecho para tenerla? -Se decía Mario mientras caminaba con cuirris por las polvosas calles del barrio, y fiel a la costumbre, llegó a la plaza, era un lugar confortable, los viejos que veían pasar el tiempo en las bancas lo saludaban con desgano, apagados por la monotonía, y saludaban a cuirris con efusión, otros saludaban principalmente a este, que era un bonachón, amable y amigable, a todos les movía la cola con bastante coquetería y más al vendedor de hot dogs, que hacía quince años le regalaba una salchicha cada día, no es que cuirris tuviera hambre, no es que lo necesitara, era un animal bien alimentado, su movimiento de cola era el ritual de agradecimientos a la vida, el vendedor se regocijaba con las carantoñas de cuirris; cuirris se emocionaba al ver la cara feliz del vendedor, era su forma de comunicarse.

A Mario sólo lo saludaban por cortesía, pues Mario iba siempre cariacontecido, unos decían que con cara de pedo, a pesar de que él decía que iba feliz a su paseo al ocaso del sol, Mario y Cuirris caminaban tranquilos por los pasillos de piedra gris escoltados por cientos de árboles añosos y se iban a refugiar a la banca verde de hierro fundido que estaba en el lado oriente de la plaza, donde el sol ya no pegaba a esa hora de la tarde, y que por costumbre les era respetado el espacio, y allí se quedaban emocionados viendo el pequeño parterre que era la casita número treinta y tres, los dos quietos, silentes y admirados veían como todos los días se tornaba roja, amarilla, azul, violeta, morada, blanca y naranja de acuerdo a la floración que parecía perene, mientras la admiraban platicaban como dos viejos amigos.

  • Ves cuirris, ahora han floreado las violetas, hacía tres meses que no salían, de seguro les espantaba el calorón ¿Verdad?
  • ¡Guaf!
  • Mira, en la parte de arriba las guías de la madre selva se están pasando a la casa de enfrente, a ver si la bruja de al lado no se molesta y las corta desde la raíz, aunque no esté la raíz en el frente de su casa. ¡ojalá y no ¡-Miraba a cuirris con cariño cuando decía esto, esperando su aprobación, este lo veía con cariño y decía.
  • ¡Guaf!
  • Aun no sale la señorita que las riega ¿Le habrá pasado algo? -Como si entendiera la pregunta cuirris movia la cabeza negativamente.

El sol estaba en su punto más bajo, su faz naranja lanzaba rayos violetas, rojos, rosas como si compitiera con la pequeña casita, en pocos minutos la penumbra llegaría al parque y sería la hora de retirarse a dormir, cuirris sentado sobre sus cuartos traseros y enhiesto sobre sus delanteras no quitaba la vista de la puerta donde colgaba un pequeño llamador de acero en forma de aro bajo unos números de latón brillante, su cola empezó a moverse alegremente, la puerta empezó a abrirse lentamente, la figura de Lucía salía despacio, tenía la cara gacha, no se veía alegre, se veía cansada, cuirris golpeó con la nariz  la rodilla de Mario, este volteó y vio a Lucía acercarse, los colores se le subieron al rostro, la mirada le cambió, Lucía se deslizó suavemente y se sentó al lado de él, los dos se miraron, sus ojos se sorprendieron de tener vida, un brillo los envolvió, mientras cuirris se movía de lugar para estar al centro de los dos y mirarlos de frente, y volvió a lo habitual sentarse sobre sus cuartos traseros, erguirse sobre sus patas delanteras y decir ¡Guaf! Como señal de aprobación.

 

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