Cultura

Despertar Poético

Despertar Poético

La sombra
El añoso árbol se mecía al lado de la banqueta, el viento jugueteaba entre sus ramas, que crujían risueñas ante sus embates, unos pequeños zanates practicaban vuelo en grande algarabía, nada parecía perturbar su alboroto. A lo lejos, a unos cien metros, un perro famélico y triste deambulaba entre matojos, buscando con la cabeza gacha algún mendrugo para comer, caminaba sin orden, como si el caos de sus huellas fuesen el mismo destino, se paró frente a una vieja camelina, que enseñoreada lanzaba hojas rosas y moradas hacia el piso, el tronco ahíto de nudos y de atardeceres se dejó regar con paciencia.
El perro, con la pata levantada parecía alcanzar el éxtasis, sus ojos llenos de fervor religioso se perdían en un sepia infinito, mientras su lengua caída y babeante sorbía un pequeño sorbo de viento, la huella tibia del perro se regó hasta la raíz de la camelina. El perro siguió su ruta directa al añoso árbol, sin siquiera planearlo, su nariz, mientras caminaba sin ruta fija seguí hurgando entre los matojos, buscando algo que comer, arriba del árbol, el viento y los zanates urdían una sinfonía, abajo, el gran redondel que formaba la fronda al ser proyectada por los rayos del sol, animaban a vivirlo, a la izquierda del añoso árbol se escuchaba el balar de las ovejas, señal de que la tarde iniciaba su descenso presto hacía las montañas.
Allá por donde pasa el Río Grande, hacía las montañas del ocaso, donde el cerro Del Tigre se empequeñecía ante la majestuosidad de los macizos de la sierra madre occidental, allá donde el río de Ibérica se unía a muchos más para horadar las paredes de los grandes circos, para cortar a costa de mucha paciencia las grandes rocas, ya cuando el salado se perdía unido al Tepenahua, cuando se fundía con el Mirador, después con el Cajones, después con el Cubano, con el Marqués, con el Río grande, con el Balsas y al final con el mar, el ancho mar, ya cuando el salado no lo era, cuando el salado era mar, el espíritu del árbol y del perro eran uno con el mar, sus átomos de agua habrían ido y regresado una y otra vez, como cada año, gracias a la inteligencia del universo, porqué el espíritu y la materia son lo mismo que el vacío y las formas, todos son los opuestos que se complementan, porque son la misma cosa.
A la derecha del árbol añoso, un pequeño hombrecillo caminaba a grandes trancos hacía la sombra, sosteniendo en una mano una fanta de naranja, y en la otra una concha que aún humeaba, su sombrero de ala ancha se bamboleaba a cada tranco, su pantalón color caqui confeccionado por don Beni, se desprendía del débil amarre de un cinturón que se olvidó pasar bajo una presilla holgazana, para nivelar esa caída del pantalón, el hombrecillo doblaba la bastilla en tres partes, así en cada paso, su piel negra se mostraba y dejaba golpearla a la tira del huarache de piel roja que calzaba, su cara delgada y verdosa vestía unos ojos hundidos y rodeados por grandes ojeras, su nariz aguileña le daban un aire de lujuria y rapiña.
Rápidamente cruzó la calle y se sentó en la banqueta de la plaza, bajo la sombra del árbol añoso, miró a ambos lados y vio que nadie estaba la rededor, levantó la mano izquierda a la altura de su rostro y su mirada se posó frente al caliente pan, que exudaba un olor muy hermoso, comparado al olor que percibe un enamorado al lado de su dama en un bosque lleno de huele de noche, abrió la boca para lanzar la primer dentellada, su lengua aguada, se deslizó lenta y húmeda hacia la concha, que desprendía migas de su cubierta al ser presionada por la avidez.
El pequeño hombrecillo cerró los ojos en un éxtasis febril a la espera del disfrute, se imaginó a sí mismo intentando besar a la María en sus años mozos, la misma lascivia le recorría la piel, la misma punción le trasladó la garganta hasta posarse en la parte alta de su cabeza, el día pareció haberse ido, los ruidos se apagaron y llegaron los olores, su lengua empezó a gotear saliva, sus ojos dejaron caer una pequeña lagrima, su mano izquierda sostenía con fuerza la botella estriada, su piel se erizaba, la sola idea de disfrutar ese pequeño manjar le devolvía la fe en la vida.
Cuando estaba a un milímetro del deguste, un ladrido lo despertó de su letargo, frente a sí estaba el perro famélico moviendo la cola con una energía y frenesí irreconocible, su delgadez contrastaba con la energía que imponía a su cola, sus ojos mostraban una inteligencia desconocida, brillaban mostrando una alegría que al hombrecillo le faltaba. Su mirada se desviaba entre el panecillo y el perro famélico, durante varios segundos se quedaron mirando ambos, el perro famélico no cejaba en su intento por convencer al pequeño hombrecillo de que era buena idea compartir su panecillo. Arriba en la copa del árbol, los zanates empezaron un juego de algarabía, las enormes ramas del añoso árbol, uno de ellos, juvenil, ensayando sus maromas se lanzó en picada hacia el panecillo, con tan mala suerte que pasó de largo sin tocarlo.
El pequeño hombrecillo no sospechó siquiera la jugada, el perro famélico solo siguió con la mirada el vuelo del ave, su cara no se movió, únicamente las orbitas de sus ojos y su cola parecían tener vida. Arriba, un poco más debajo de la copa del añoso árbol, anidaba un cuinique, que es una especie de ardilla, ese pequeño animalito olisqueo el viento y se dirigió al nacimiento de su rama, vio con emoción el panecillo, caminó cauteloso hacia el tronco del añoso árbol, que mientras pasaban los minutos mudaba su sombra de lugar. Cuando el sol le dio al pequeño hombrecillo, éste se movió siguiendo la frescura, sus pequeñas nalgas hicieron el movimiento como si tuvieran vida propia, desplazándose casi levitando sobre la banqueta en la que estaban sentadas.
El perro famélico hizo lo propio, de deslizó, sin inmutarse ni quitar la mirada del panecillo, el cuinique de igual manera, se deslizaba en el tronco cuesta abajo, mirando fijamente al panecillo, los borregos que se escuchaban a la derecha del árbol añoso asomaron sus caras tras la malla de la clínica, los pelos ondeaban entre el vientecillo cual quinceañeras en estudio fotográfico, el balar de los animalitos hacía la tarde bucólica, algo adecuado pues estábamos en un pequeño poblado, el pastor, canturreaba una canción triste, hablaba del desamor, contrastante con la escena que vio bajo la sombra del árbol, vio a un hombre y su perro platicar animadamente frente a un pan, se imaginó la conversación entre ellos:

  • Pequeño hombrecillo – Este pan, es el espíritu divino, es la vida, es el cuerpo del creador.
  • Perro famélico – estás en lo correcto, el pan te acerca a la divinidad, hasta convertirte en ella, pero mi idea es que nos jambemos a esta divinidad para ser uno con ella.
  • Pequeño hombrecillo – Espérate amigo perro, que las necesidades mundanas no podrán ser comparadas con la espiritualidad que lograremos si nos unimos en cuerpo al creador. Tu hambre debería ser saciada en el señor y no con la carne, no con la materia.
  • Perro famélico – ¿Hablas de carne?, te estaría muy agradecido si tuvieses un buen cacho, lo cambiaría gustosamente por ese panecillo, te dejaría de molestar con eso, si me invitas un pedazo.
  • Pequeño hombrecillo – No hablamos de ese tipo de carne, sí sigues con esa idea, pequeño ser, no lograremos llegar al reino de dios.
  • Perro famélico – Te juro por el gran Can, que comiéndome ese panecillo yo solo llegaría ante dios del solo disfrute.
    Las ovejas dieron vuelta en la calle de la clínica, mientras el pastor seguí silbando una canción triste e imaginándose la conversación entre un hombre y su perro, las ovejas eran blancas, a excepción de una, que era negra, esa oveja, como su nombre lo indica se desapegaba del grupo, no seguía a la mandada, la podías encontrar siempre desbalagada, siempre a la orilla, siempre comiendo los mejores pastos que no eran pisados por las mayorías, siempre elegía las mejores sombras donde no había aglomeraciones, balaba muy poco, y atendía solo al pastor cuando no estaba en medio de la multitud, esa oveja blanca se adelantó y se paró bajo la sombra del añoso árbol, contemplando a lontananza que era media cuadra, como las demás ovejas caminaban juntas hacia la casa del pastor, donde encontrarían un tejado y agua fresca, ella prefería comerse las plantas de las señoras malhumoradas que salían a golpearla cuando pasaba por su jardín.
    Desde luego la oveja negra no sabía que estuviera prohibido comer plantas, aunque las señas que le entendía al pastor eso indicaba, y le gustaba hacerlos repelar, se mofaba de sus compañeras que gustosas seguían al cencerro y se confiaban al sonido, no a su instinto, la oveja negra, sentada sobre los cuartos traseros empezó a burlarse de las que encabezaban la procesión, las veía y reía, las demás altaneras ni volteaban, cuando pasó la última de ellas, se levantó, volteó la mirada para saber dónde venía el pastor y lo vio enfrascado en un baleo con uno de su especie, el manoteo de le hacía inteligible, así que se decidió a cambiar de sombra, cuando caminó dos pasos, vio una oportunidad única, un pequeño panecillo permanecía en medio de un pequeño hombrecillo y un perro famélico, y como no había prohibición de comer, pasó y lo tragó de un solo mordisco, cuatro pares de ojos se quedaron a la expectativa.

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