Editorial

FICCIONES

FICCIONES
Andanza.
Antonio Dega.
Exquisitos son los últimos suspiros del cielo que acompañan mi andanza en el centro histórico de Morelia. La luz se aferra al cielo, desea regalar con su último aliento un conjunto de colores seductores para los ambiciosos. Me detuve a observar durante una eterna fugacidad mi sombrío reflejo en un charco frente a la catedral. El agua era pasiva, mi rostro también. Ambos olvidaron su serenidad con la caída de la lagrima que acarició mi mejilla sensiblemente hasta impacientar al agua reflejante. Dentro de mi cantaba la inquietud y la angustia. Desde hace tres semanas no encontraba las palabras adecuadas para iniciar algún escrito, no encontraba las palabras adecuadas para nada en absoluto. El maestro R comentó a la clase días antes de mi viaje a Morelia la importancia de las palabras correctas para cada momento, pues con ellas podemos seducir y yo, como fiel creyente de la suya, puedo atestiguar su veracidad con mis conquistas intelectuales. Reflexioné después su consejo. Él comentó que los bloqueos no existen, nuestra mente resuelve problemas que aquejan constantemente la serenidad del hombre.
Regresé la mirada al frente y abrí mi sombrilla ante la inminente lluvia anunciada por las nubes del oriente. Las observé con respeto, ellas están en lo alto mientras que yo sucumbo cada vez más abajo. Me considero un hombre con las palabras adecuadas y el haber perdido ese talento me hace arder en tristeza y confusión. El ave pierde sus alas alejando el horizonte de su alcance, el león pierde su lugar en la jerarquía de la selva, yo caigo lentamente desde lo alto de mi concepción: la superioridad. Froté mis ojos y crucé la calle observando ambos lados precavidamente. Contemplé de nuevo la catedral desde la plaza de armas con las nubes sobre ella, hermosa oscuridad dominante. Admiré como siempre los restos de luz en el cielo y recordé un viejo dicho de mi madre: Observa todo como la primera vez y nunca terminarás de enamorarte de la vida. Fue en ese momento que un enorme peso sobre mi cuerpo se desprendió. Durante esas tres semanas dejé de enamorarme de todo como la primera vez y consideré eterna a la vida, la consideré tan común, tan ordinaria, tan vacía de maravillas, tan perfecta en su insipidez.
Me senté a tomar un café en los portales. Negro y ligeramente dulce. Tan elegante esa expresión, tan excitante pronunciarla, tan satisfactorio pensarla. Lo bebí con tranquilidad mientras la noche llegaba al cielo junto a las oscuras nubes. Saqué mi cuaderno de pensamientos y un habano. Acaricié las notas tachadas como hermosas cicatrices en la piel de un escritor. Párrafos completos debajo de la marca del fracaso, el tesoro de otra visión. Froté mis ojos nuevamente y las figuras brillosas de mi oscura percepción me recordaron la importancia de mi pasado. Cada memoria es un trazo de lo que soy el día de hoy. Cambié de página y me encontré con una frase borrador de mi último gran escrito. Reflexioné su tema: La tragedia. Un concepto tan atractivo como repulsivo. La muerte trágica de Julia, mi amor de universidad, estalló en mí un universo creativo edificado con dolor y noches de llanto. La tragedia es seductora cuando es leída o apreciada, como recurso es explotable y repulsivo a la vez, pues no conozco un sentimiento más doloroso que escribir con lagrimas en los ojos. Julia era una mujer increíble en todos los sentidos, hermosa ante los ojos, hermosa ante el alma. Solía comparar su presencia con la belleza del atardecer, solía, solía.
Pagué mi café y me aventuré a una cegadora andanza. La lluvia cesó e hizo presente ante mí una infinidad de reflejos sobre la acera en los cuales me permití ver cada rasgo de mi ser. Una tenebrosa neblina cobijó las calles como olas espectrales. Las lámparas comenzaron a encenderse. Las miradas de los viandantes se esforzaban. Un mar de desconcierto impregnó la vía. Los carros eran poco perceptibles, se convirtieron en entes. Una ráfaga de viento anormal lanzó mi sombrero a las alturas. Lo observé mientras se alejó hacia el otro lado de la calle en donde el sonido de la muerte se hizo presente. El grito de una mujer trazó el trayecto de mi sombrero atrayéndolo a ella. Las personas se aglomeraron, los entes dejaron de avanzar, las sombras aparecieron para convivir conmigo remplazando a los vivos lentamente. Me aproximé con ligereza en medio de los presentes y observé a un hombre muerto con el rostro desfigurado por el impacto del auto estampado en el muro de la catedral. Una indescriptible curiosidad me dominó y me acerqué cada vez más a verlo, me consumió el deseo, la necesidad de saciar una sed que solo apreciando el cadáver sería saciado. Su rostro era pasivo y en sus pensamientos ya no cantaba la rabia y la inquietud. Mi sombrero descendió cayendo junto a él. ¿Acaso esta es la forma en la que la vida me regresa la inspiración? ¿Escribiendo desde la muerte?

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